Verónica Espinosa
El palenque Rancho El Paraíso abrió sus puertas a las peleas de gallos a mediados de febrero de 2020, sin más contratiempos que dos cierres temporales por la pandemia de covid. Desde finales de noviembre pasado ya no suspendió el derby dominical.
A pie de carretera en la salida a Acámbaro, el nombre corona el arco de la entrada. El inmueble está rodeado por una malla ciclónica y algunos pinos que permiten a cualquiera ver desde afuera el redondel y las gradas bajo el largo techo de lámina, donde los domingos llegaba gente de la región a pasar las tardes viendo las peleas del programa previamente anunciado por Facebook.
“Estimado cliente: por disposición de las autoridades en este establecimiento se requiere el uso obligatorio de cubrebocas. Te cuidas, me cuidas, nos cuidamos todos. ¡Gracias!”, dice en dos lonas rectangulares que permanecen colgadas de las rejas, ahora cerradas desde la matanza de 20 personas la noche del domingo 27 de marzo, atribuida a un cártel de la región.
“Por aquí atravesaron el camión de las Sabritas –narra un taxista que, extendiendo el brazo sobre el volante, señala a un costado de varios talleres mecánicos junto al acceso al rancho– y del otro lado dejaron el otro camión; era para dejarles libre la salida cuando se fueran.”
La mayoría de las fotos de la página de Facebook del palenque Rancho El Paraíso, con domicilio oficial en Leandro Valle 283, colonia Emiliano Zapata, promocionan el programa de cada derby de gallos.
Entre las pocas que muestran al público aparecen el propietario, José Adviel Álvarez Aguilar, y su hijo Salvador Álvarez Muñoz, dos de las 20 personas asesinadas. Dice la gente que ambos tenían la nacionalidad estadunidense además de la mexicana. Salvador era trabajador en la empresa Mabe de Celaya.
Juntas quedaron sus tumbas en el panteón municipal. Todavía rebosan de flores y coronas, la mayoría secas ya por los rayos del sol que pasan entre las ramas de la jacaranda a cuyos pies quedó la fosa con los restos de padre e hijo. Dos cruces negras los nombran.
En Zinapécuaro, como en otros pueblos michoacanos, la vida transcurre entre ganarse el sustento con un modesto comercio de cualquier mercancía y la explotación del turismo de la salud que llega a sus aguas termales, o repartir el año entre esta tierra y un trabajo en Estados Unidos para prosperar; entre ser mexicano y conseguir también aquella nacionalidad para no batallar en el riesgoso cruce a ese país y asegurarle el paso a los hijos.
Transcurre entre una centenaria devoción a la imagen de un Cristo crucificado con rasgos indígenas –el Señor de Araró– y el jolgorio dominical de las peleas de gallos en el palenque o las carreras de caballos.
Pero en los años recientes la vida en Zinapécuaro y la región ha sido marcada por otra disyuntiva: acostumbrarse al dominio impuesto a sangre y fuego por los grupos delictivos para convertirlo en parte de su incierta cotidianidad, o ponerse a salvo del otro lado de la frontera con toda la familia y no regresar.
Estremecidos por la masacre en el palenque del Rancho El Paraíso, que rompió abruptamente esta tensa rutina, los zinapecuarenses parecen haber regresado a una relativa normalidad unos días después.
Hay un intenso comercio que se extiende en decenas de locales a lo largo de estas calles, niños que juegan en la fuente de la plaza principal, y sobre las banquetas abundan los letreros de pequeños locales donde se prometen envíos seguros de comida “a cualquier parte de Estados Unidos” y se ofrecen boletos de transporte terrestre y aéreo a San Antonio, Dallas, Houston, Waco, Detroit, Florida, Illinois, las Carolinas…
No obstante, apenas pasan de las cinco de la tarde, todavía a pleno sol, el bullicio decrece; las cortinas de los negocios se van cerrando una tras otra, y para las ocho de la noche la actividad social ya se redujo al mínimo.
Proceso buscó al alcalde en el Palacio Municipal en varias ocasiones, pero no se le encontró ni él atendió las solicitudes de entrevista; a ello se negó también el secretario del ayuntamiento. El asistente del Alcalde tomó fotos a la credencial de la reportera pero se negó a dar su nombre. Apro