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DIÓCESIS DE TAPACHULA

“El que Beba del Agua que yo le Daré Nunca más Tendrá sed”
III DOMINGO DE CUARESMA
19 DE MARZO DE 2017

Entre judíos y samaritanos había una vieja historia de odios y rencores. Los dos pueblos se consideraban descendientes de los patriarcas, ambos leían la palabra de Dios en el Pentateuco, creían en Yahvé, “pero unos y otros pensaban que su dios era mejor que el otro, y así también su templo, su monte, su agua y sus fuentes”. Judíos y samaritanos no miraban a Dios como nuestro Padre, el Padre que ama a sus hijos y que quiere que sus hijos se quieran. Se habían creado un dios a su manera, un dios que justificaba sus odios y rencores. Jesús va a ellos y descubren en Él algo nuevo que viene de Dios, la misericordia. Y entonces muchas cosas cambian. Dejan las historias que alimentan los viejos resentimientos y hacen imposible descubrir a Dios como Padre. Leamos con un corazón bien dispuesto esta página del Evangelio de San Juan:
En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber.» Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice: « ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» Porque los judíos no se tratan con los samaritanos. Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.» La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?» Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.» La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla. Veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.» Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad.» La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo.» Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo.» En aquel pueblo muchos creyeron en él. Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo” (San Juan 4, 5-42).
Para sanar a aquella mujer, el Señor Jesús vence tres grandes obstáculos: el prejuicio de trato entre varón y mujer, la enemistad entre judíos y samaritanos y la mala manera como aquella mujer le respondió. Su mirada al verle, va más allá de todo eso, y descubre algo más fundamental en cada persona, la bondad radical que hay en ella. Aquella bondad con la que hemos sido creados y que ninguna falta ni pecado puede destruir, porque tiene su raíz en Dios, que nos creó a su imagen y semejanza. Es la raíz de Dios en nosotros que siempre puede iniciar algo nuevo y lleno de vida. Cuánto bien nos hace esta mirada de Jesús, y cuánto bien hacemos a los demás cuando esa es la forma como los miramos. Como buen Maestro, el Señor nunca pierde su esperanza en nosotros, por ello busca la forma de librar todo obstáculo que le ponemos.
Era necesario tocar la historia de aquella mujer. No era algo ante lo que podía cerrarse los ojos, porque la destruía y sembraba dolor en torno suyo. El Señor Jesús lo hace de tal manera, que aquello fue para la mujer la pista para descubrir en Él al Mesías Salvador. Esa es la forma como Jesús nos habla de nuestra historia, como Salvador nuestro, que nos libera para vivir aquello que realmente somos, una bendición de Dios. No tengamos miedo poner ante Él esas situaciones que nos es muy difícil mirar, o porque fuimos víctimas o porque fuimos verdugos. Su mirada es camino de libertad, nos libera para, como Él, pasar la vida haciendo el bien. Ese es el culto “en espíritu y verdad” que Dios Padre quiere de nosotros. Démonos algún espacio para encontrarnos con él esta semana. Vayamos al templo, veámonos ante Él y sencillamente dejémonos mirar por Él.
El encuentro con el Señor Jesús no solo transforma la vida de aquella mujer, sino que también hace otra la realidad en la que ella vive. Su pueblo se acerca y acoge a quienes antes veía como enemigos. Hay en su corazón una actitud de apertura y de comunión. Este es un rasgo que nunca puede faltar luego de un verdadero encuentro con el Señor. Le piden a Jesús quedarse con ellos, lo escuchan y luego son ellos, que antes la miraban con malos ojos, quienes refuerzan la fe de la mujer: “Ya no creemos por lo que tú nos has contado, pues nosotros lo hemos oído y sabemos que Él es, de veras, el Salvador del mundo”. Desde el Señor podemos hacer mejor nuestro pequeño mundo de cada día.
“Señor, cuando tenga sed, envíame a alguien que necesite agua” (M. Teresa de Calcuta).

+Leopoldo González González
Obispo de Tapachula

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