“Se fue elevando a la vista de ellos, hasta que una nube lo ocultó a sus ojos”
DOMINGO DE LA ASCENSIÓN (A)
28 DE MAYO DE 2017
Hoy celebramos la fiesta de la Ascensión del Señor Jesús al Cielo. Es una fiesta muy hermosa: nos habla de la cercanía de Jesús y de la gran confianza que nos tiene. Leamos con gratitud esta página del Evangelio:
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea y subieron al monte en el que Jesús los había citado. Al ver a Jesús, se postraron, aunque algunos titubeaban. Entonces, Jesús se acercó a ellos y les dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado; y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (San Mateo 28, 16-20).
El libro de los Hechos de los apóstoles nos dice que Jesús “se fue elevando a la vista de ellos, hasta que una nube lo ocultó a sus ojos”. Imaginemos un cohete que a gran velocidad se desplaza desde la tierra hasta los límites del universo. No podemos mirar así la ascensión del Señor Jesús a los cielos. ¿Por qué? Por dos cosas: la primera, porque cuanto más suba el cohete, más lejano estará de nosotros; y la segunda, porque por más que avance, en cada momento estará situado en un punto determinado del espacio, y solo ahí: todavía no estará más adelante y ya no estará por donde pasó. Como nosotros que ahorita estamos aquí y solo aquí, no en la casa de la que venimos ni tampoco en la plaza donde estaremos. O como cuando Jesús recorría los poblados de Galilea y tenía que decirles a los apóstoles: vamos a este otro lugar porque allá también tengo que predicar. En su ascensión el Señor Jesús entra en otra dimensión que le permite decirnos a sus discípulos de todos los tiempos: “Yo estaré con ustedes, con cada uno de ustedes, todos los días hasta el fin del mundo”. ¿Cuál es esa otra dimensión en la que entra Jesús en su ascensión? San Lucas nos dice: “una nube lo ocultó a sus ojos”. “La nube” era para el Pueblo de Israel signo de la presencia de Dios. Recuerden ustedes la nube de la cual salió la voz del Padre, cuando el Señor se transfiguró en lo alto de un monte. Jesús que entra en la nube, nos hace mirar que todo Él, el Hijo de Dios hecho hombre, con toda su humanidad, que es como la nuestra, a excepción del pecado, entra en la intimidad celestial de Dios. Esto le permite a Él, Dios hecho hombre, estar cada día, todo el día, con cada uno de nosotros.
La ascensión del Señor refuerza nuestra esperanza. Nos da la certeza de que nuestra historia y nuestra persona no van a terminar en polvo del campo, ni en ceniza de urna, ni en el vacío de la nada: “a donde llegó Él nuestra Cabeza tenemos la esperanza cierta de llegar también nosotros que somos su cuerpo”; y junto a esto nos habla de su presencia. “Jesús se ha hecho nuestro eterno y seguro compañero de camino”. No nos dispensa de las dificultades, pero nos hace dar lo mejor de nosotros mismos. Abre puertas donde nos cierran ventanas.
“Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo cuanto yo les he mandado”. Hasta ese momento había sido Jesús quien iba de pueblo en pueblo anunciando la Buena Nueva del amor de Dios, el Buen Samaritano que sanaba a los enfermos y liberaba a los oprimidos por el mal, el que a su paso dejaba en las gentes la certeza de que Dios los había visitado. Ahora empezaba el tiempo de su Iglesia. En sus discípulos, con la fuerza del Espíritu Santo, continuaría la obra que el Padre le había encomendado. Por ello fue necesario que dos enviados del cielo dijeran a los discípulos: “¿Qué hacen ahí parados mirando al cielo?”. Por ello ha sido necesario que un enviado del cielo viniera a recordarnos que somos como un hospital en tiempo de guerra, cuando no se espera a los heridos sentados en el consultorio, sino se sale a buscarlos donde se encuentran tendidos.
¿Cómo realizar esta misión que el Señor Jesús nos confía de llevar a todas partes el Evangelio? Una manera fundamental, de la que no puede prescindirse, es siendo donde quiera que estemos buena noticia de Dios. Que a cada persona con quien nos encontremos le hagamos sentir que Dios no se ha olvidado de ella. Que con nuestro actuar le digamos: “El Padre te ama”. Dios no se ha olvidado de ti. Con este actuar nos realizamos como personas, somos lo que Dios ha hecho de cada uno, un bien suyo, alguien para los demás, una bendición suya. Y también de esta manera fortalecemos el tejido social que se encuentra tan debilitado.
Con tristeza y preocupación vemos que se ha ido perdiendo la confianza en quienes tienen a su cargo el servicio de autoridad para cuidar por el bien común en nuestra sociedad, pero también es muy triste y preocupante que ha venido a menos la cohesión y confianza entre vecinos. Hace años se decía que las escaleras han de barrerse de arriba para abajo, y ciertamente es necesario que tengamos “autoridades, funcionarios y servidores públicos confiables, cuyas decisiones y actuación tengan como principal preocupación el bien de todos”. Nos es muy difícil pensar en tanto crimen y delito sin la colusión de algunos que tienen a su cargo cuidar de todos. Pero también es verdad que las escaleras se construyen de abajo hacia arriba. La base más firme del bien común está en la voluntad de cada uno de no hacer a otro lo que no queramos que nos hagan, en el esfuerzo por tratar a los demás como nosotros quisiéramos ser tratados en situación semejante, en la firme convicción de que el mal se vence solo a fuerza de bien y que una injusticia no se termina con otra injusticia, que la unidad es más valiosa que el conflicto y la construimos con el diálogo tanto en el hogar, como en la empresa y en la sociedad. Ser buena noticia de Dios, ser evangelio de Dios donde quiera que estemos no deja que esto se convierta en un infierno, construye el Reino de Dios, el Reino de los cielos.
+Leopoldo González González
Obispo de Tapachula