Javier Rodríguez Labastida
Hace algunos días, el pasado 25 de marzo, el Papa Francisco presidió el acto de consagración de Rusia y Ucrania al Corazón Inmaculado de María. Como él mismo mencionó, este acto no es una “fórmula mágica” que traerá la paz instantánea en ambas naciones, sino un acto espiritual en el que los fieles manifiestan su confianza en Dios y la intercesión de la Virgen.
Los católicos creemos que orar es lo más poderoso que podemos hacer. En palabras del Papa Francisco: ante la guerra sólo Dios puede mover corazones para eliminar el mal y devolver la paz. Sin embargo, aunada a la confianza que tenemos los creyentes en la intervención divina, históricamente, la Iglesia como institución ha sido una importante promotora de la paz y la resolución de conflictos.
En Colombia, durante 52 años, la guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) dejó millones de afectados entre desaparecidos, muertos y desplazados. En la década de los noventa, un hombre fue clave en la resolución del conflicto: el padre Leonel Narváez Gómez, quien fue intermediario entre jefes guerrilleros y el Estado.
Hace unos meses, en nuestro México, el entonces Nuncio Apostólico, Franco Coppola visitó el poblado de Aguililla en Michoacán y dio un mensaje de paz en una zona gravemente afectada por los enfrentamientos del crimen organizado. “Quiero que todo el mundo conozca a Aguililla, por su dolor; pero al mismo tiempo por su fe, por su valor, por la gente que está reunida aquí para mostrar su deseo y su anhelo de paz. Esto lo va a conocer todo el mundo”, dijo.
Hoy, un nuevo conflicto armado amenaza nuestro mundo. Tiene más de un mes que la invasión rusa a Ucrania ha dejado decenas de fallecidos y una nueva crisis de refugiados en Europa. Este martes 29 de marzo, las negociaciones entre ambos países avanzaron en lo que parece ser un primer paso hacia la paz, pero aún queda un largo camino por recorrer.
La Iglesia, por sus enseñanzas cimentadas en el Evangelio, siempre abogará por el diálogo, la solidaridad y las soluciones pacíficas a los conflictos. Los creyentes confiamos en la intervención divina y en el poder negociador de una institución como la Iglesia, pero somos conscientes de las acciones que realizamos a diario que permiten sembrar la paz.
La Iglesia debe reforzar y continuar con su papel como agente de paz. Para lograrlo, es importante que haga suyos estos ejemplos para resolver conflictos, y que obispos, sacerdotes, religiosos, organizaciones y laicos trabajen de forma conjunta —entre sí y con agentes que no sean de carácter religioso— para contagiar masivamente ese deseo de ser verdaderos artesanos de paz. SUN