Por Ernesto L. Quinteros
Falta Mucho por Hacer para la Inclusión Social de las Personas con Discapacidad
En México, la situación de las personas con discapacidad sigue siendo crítica: aunque son millones quienes viven con alguna discapacidad, las respuestas del Estado y la sociedad continúan siendo insuficientes. Según los datos más recientes del INEGI, en 2023 unas 8.8 millones de personas de cinco años o más declararon tener alguna discapacidad, lo que representa alrededor del 7.2 % de la población nacional. De ese universo, el 53.5 % son mujeres y el 46.5 % son hombres.
Estas cifras no sólo hablan de un reto demográfico, sino también de una obligación social urgente: garantizar derechos, accesibilidad y oportunidades para millones de mexicanos afectados por condiciones diversas —visuales, motrices, de audición, entre otras— que limitan su movilidad, autonomía y participación plena.
Pero la realidad cotidiana exhibe un contraste brutal: las demandas más urgentes se concentran en movilidad, infraestructura accesible, transporte público adaptado y espacios urbanos inclusivos, demandas casi ignoradas por las autoridades. Como denuncian organizaciones sociales, en muchas ciudades las unidades de transporte siguen sin rampas ni elevadores; las banquetas continúan obstruidas; los espacios públicos y comerciales carecen de adaptaciones para sillas de ruedas; muchas calles no permiten desplazamiento autónomo y seguro; y los entornos urbanos no contemplan la diversidad de cuerpos, edades y capacidades.
Estos déficits estructurales no sólo limitan la calidad de vida; constituyen barreras sistemáticas para la inclusión laboral, educativa y social. En un país donde el envejecimiento poblacional y las enfermedades crónico-degenerativas hacen crecer la población con discapacidad, no se puede de ninguna manera justificar la ausencia de políticas públicas integrales.
En efecto, la inclusión real exige —como primer paso— la implementación efectiva de normativas y presupuestos que garanticen la accesibilidad universal: transporte público con unidades y rampas adaptadas; infraestructura urbana —banquetas, semáforos, baños, espacios públicos— diseñados para todas las personas; centros educativos, de salud, oficinas gubernamentales y centros comerciales con accesos adecuados y servicios inclusivos.
Asimismo, debe garantizarse la participación ciudadana de las personas con discapacidad: su voz debe ser escuchada en los procesos de planeación urbana, en el diseño de servicios públicos y en la formulación de políticas. No basta con declaraciones simbólicas, celebraciones de días internacionales o reconocimientos protocolarios: se requieren acciones concretas, recursos asignados, seguimiento y rendición de cuentas.
La problemática del empleo es igual de grave. A pesar de que millones conviven con alguna discapacidad, las oportunidades laborales para este sector siguen siendo limitadas, muchas veces por prejuicios, discriminación o falta de adaptación de puestos de trabajo. La desigualdad se acentúa para mujeres, adultos mayores o personas con discapacidad motriz.
Peor aún, la discriminación sigue manifestándose con crudeza: según datos recientes del INEGI, de la población de 12 años o más con discapacidad, un 33.8 % reportó haber experimentado discriminación en los 12 meses previos a la encuesta. Los motivos que citan van más allá de la discapacidad: edad, apariencia física, clase social y estigmas asociados agravan el rechazo social y la vulneración de derechos.
Ante este panorama, resulta indispensable que el Estado adopte un enfoque de derechos humanos realista y consistente: que las leyes y normas se traduzcan en infraestructura accesible, en transporte público digno, en inclusión educativa y laboral, en servicios de salud adecuados, en políticas de vivienda digna, y en protección contra la discriminación.
Si algo debe dejar claro este día internacional dedicado a las personas con discapacidad, es que la empatía no se demuestra con discursos, sino con compromisos firmes, inversiones reales, participación ciudadana y vigilancia permanente.
Porque millones de mexicanos y mexicanas no sólo quieren ser vistos: quieren tener los mismos derechos, posibilidades y dignidad que cualquier otra persona. Y el Estado —gobiernos locales, estatales y federales— tiene la obligación de hacer efectiva esa inclusión, sin más pretextos.
Hasta ahora, las cifras del INEGI —8.8 millones de personas con discapacidad, un significativo índice de discriminación, una participación laboral y social limitada— deberían bastar para mover voluntades. Pero sobre todo para que la política pública deje de ser un lujo simbólico y se convierta en garantía real de justicia, equidad e igualdad. No hay más. ¿Alguien dijo que quería un cambio?
Por hoy ahí la dejamos, nos leemos mañana. ¡Animooo!
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