Jorge G. Castañeda
En las semanas y meses que vienen veremos surgir en México por lo menos algo de debate sobre si debemos revisar el lugar del país en la rivalidad cada día más aguda y conflictiva entre China y Estados Unidos. Habrá quienes planteen que el grado de integración que hemos alcanzado con Estados Unidos nos coloca en una posición de extrema debilidad, mientras que otros dirán que el advenimiento de la era de Trump muestra de manera palmaria los riesgos de alinearnos demasiado con el vecino del norte. La tentación de alejarnos de Washington y acercarnos a Beijing, no sólo en lo geopolítico sino en materia económica, comercial, financiera, etcétera, va a ser cada vez más fuerte en México. Sería un grave error no resistir a esa tentación.
Por dos razones, una de coyuntura y otra histórica. La actual es evidente: para Trump y Estados Unidos el desafío primordial es China, no cualquiera de las batallas colaterales que Trump pueda librar, con México, Canadá, Brasil, la Unión Europea, etcétera. El riesgo de estar tomando el partido de China en este pleito sería enorme con cualquier gobierno norteamericano, pero más aún con el de Trump. No existe hipótesis alguna bajo la cual podríamos aspirar ya sea a un no alineamiento al estilo del Movimiento de los Países No Alineados de los años sesenta y setenta, ni mucho menos a volvernos socios de los chinos.
Pero la razón histórica también es trascendente. Por lo menos desde hace un poco más de un siglo, México nunca ha tomado el partido de un verdadero adversario de Estados Unidos. En una especie de sabiduría intuitiva, distintos presidentes mexicanos han entendido que siendo vecinos de Estados Unidos la posibilidad de aliarse con un enemigo de ellos simplemente no existe. El primer ejemplo, conocido y descrito con precisión por Friedrich Katz, el famoso telegrama Zimmermann durante la Primera Guerra Mundial. Como se recordará, Alemania le propone a Venustiano Carranza una especie de alianza que, de prosperar y permitir la derrota de Estados Unidos, Francia e Inglaterra durante aquella conflagración, le permitiría a México recuperar buena parte del territorio perdido en 1847-1848. Carranza, muy atinadamente, declinó la invitación.
A partir de 1920, y hasta la caída de la Unión Soviética en 1991, México nunca coqueteó realmente con Moscú. Establecimos relaciones diplomáticas, luego las rompimos, luego las reestablecimos, y existía todo tipo de ires y venires entre personeros del régimen soviético y mexicanos de izquierda, y no sólo de izquierda. Nunca tomamos el partido de la URSS contra Estados Unidos durante la Guerra Fría. López Mateos apoyó incondicionalmente a Kennedy en la crisis del Caribe, de octubre de 1962. Es cierto que nos hicimos amiguitos de Cuba durante muchos años, pero siempre entendimos que Cuba no era el adversario de Estados Unidos: el enemigo era Moscú.
A partir de la entrada de China a la OMC en 2001 —y fuimos el último país en aprobarlo—, varios sexenios mexicanos han entendido —de nuevo, probablemente de manera intuitiva— que podemos comerciar con China, pero no podemos colocarnos del lado de Beijing en la nueva guerra fría. Fox, Calderón, Peña Nieto y López Obrador, todos entendieron que el futuro económico de México se situaba en América del Norte, y en una relación cordial, diplomática, con China.
Será importante que la discusión se dé, pero que no perdamos nunca de vista que, tanto por la coyuntura como por la historia, no tenemos más alternativa que la integración económica con Estados Unidos y dejar a un lado cualquier coqueteo no alineado que pueda surgir en Morena o el resto de la sociedad mexicana. Claudia Sheinbaum parece entenderlo igual de bien que sus predecesores. Pero con todo lo que se nos viene encima de parte de Trump, es altamente probable que surjan voces sinófilas. No hay que escucharlas. Sun