Alberto Capella*
La normalización de la violencia en México se ha arraigado de manera tan profunda en ciertas regiones del país que las dinámicas sociales, económicas y políticas se han visto reconfiguradas por las reglas, permisos e intereses del crimen organizado.
Estados como Sinaloa, Michoacán, Tamaulipas, Guerrero, Morelos, Jalisco, Nayarit, Sonora, y Baja California [que retrocedió más de una década en materia de seguridad ciudadana], son ejemplos emblemáticos de cómo el narcotráfico ha permeado en la vida cotidiana, moldeando una cultura en la que el poder de las organizaciones criminales, no solo se manifiesta en la violencia extrema, sino también en la influencia que ejercen sobre las comunidades, y ahora más que nunca en la clase política, por desgracia.
En estos Estados, la violencia se ha vuelto una constante. La población, consciente del poder que detentan los grupos criminales, se adapta a sus reglas y busca su protección, ya sea por miedo o por necesidad. En Tamaulipas, por ejemplo, la misma población les pide a los visitantes y turistas no salir a determinadas horas del día, lo mismo ocurría en Nuevo León hacia principios de la década pasada. Los narcos, lejos de ser figuras marginales, se han convertido en referentes geopolíticos.
Todo México está pendiente del «secuestro» de «El Mayo» Zambada, de la liberación hoy de Osiel Cárdenas, exlíder del cártel del Golfo en México, y el ingreso al programa de testigos protegidos, en Estados Unidos, de Ovidio Guzmán, hijo de Joaquín «El Chapo» Guzmán.
Además, de la cuestionable permanencia en el cargo del gobernador de Sinaloa, Rubén Rocha Moya, de cara al escándalo narco-político sinaloense, a escasas semanas de la sucesión presidencial… y por cierto el caso de Ayotzinapa continuará como una herida abierta y herramienta política.
El narcotráfico ha logrado insertarse en la cultura local, en la música, en las tradiciones, y hasta en la política, donde el dinero del crimen organizado ha financiado campañas y ha dado forma a alianzas que aseguran la perpetuación de su poder. Sin embargo, esta realidad no es homogénea en todo el país.
Existen regiones como Yucatán donde, aunque el crimen organizado tiene presencia, no ha logrado permear en la vida diaria de la población. Aquí, la sociedad aún se rige bajo las normas del Estado, y el crimen organizado no ha alcanzado la misma legitimidad social que en otros lugares. La cultura de la violencia no ha echado raíces de la misma manera, y la población mantiene una distancia crítica respecto al narcotráfico, resistiéndose a aceptar sus reglas y su influencia.
En lugares donde el Estado mantiene un control más efectivo, donde la corrupción no ha penetrado hasta el núcleo de las instituciones, y donde la comunidad se mantiene unida en torno a valores compartidos que rechazan la violencia como forma de vida, el crimen organizado tiene menos oportunidades de enraizarse. Son poblaciones donde se entiende y valora la acción por encima de la inacción del gobierno.
La lucha contra el narcotráfico no es sólo una cuestión de fuerza, sino de cultura, y en esa batalla, la resistencia de la población a aceptar las normas del crimen organizado es una de las armas más poderosas que tiene el Estado para restaurar la paz nacional. Pienso que es tiempo de romper con el mantra que se nos reconoce en Estados unidos: «México nunca pierde la oportunidad de perder una oportunidad».
Si en verdad estamos de cara a un cambio de régimen, que una de esas prerrogativas sea bajar los índices de criminalidad.Sun
*Exsecretario de Seguridad. Fundador de AC Consultores