Ricardo Homs*
La delincuencia ha existido siempre y se ha considerado un problema social marginal. Se deriva de la natural ambición humana de pretender tener más, aún a costa de quitárselo a otras personas. Sin embargo, siempre el Estado -a partir de las leyes que respaldan el orden jurídico-, se ha encargado de disuadir a los delincuentes utilizando el poder coercitivo del castigo corporal, representado por la privación de la libertad.
Quien infringe la ley siempre ha estado consciente de haber realizado una acción moralmente reprobable y merecedora de un castigo.
Sin embargo, en estos últimos cinco años -de este gobierno- ha habido un giro moral de consecuencias insospechadas.
Desde que se iniciaron las mañaneras, éstas se han convertido en el púlpito donde se señala y juzga a los malos ciudadanos y se absuelve a quienes el presidente protege, sin más argumentación que el criterio personal del primer mandatario.
La insidia que forma parte de la trasnochada ideología de la «lucha de clases» -que inicia con la victimización de unos para culpar a la sociedad de los agravios de quienes se sientan vulnerados-, ha terminado por generar una confusión moral que absuelve a quienes delinquen, dando el significado de una reivindicación social el acto de arrebatar su patrimonio o pertenencias, a quienes tenemos al lado.
En el colmo de la victimización se ha justificado el robo como consecuencia de una justa reivindicación de la pobreza.
El pillaje posterior a la devastación del huracán Otis sobre Acapulco, se pretendió justificar, como una consecuencia del hambre y la desesperación de quienes perdieron sus propiedades, no obstante que el pillaje se hubiese cometido sobre tiendas departamentales de las cuales las turbas enardecidas robaron televisiones, laptops, videojuegos, dispositivos telefónicos y muchos objetos valiosos que no se relacionan con la sobrevivencia. En este contexto la alcaldesa de Acapulco, Abelina López Rodríguez absolvió a quienes participaron de los saqueos declarando que «yo no le llamo robar, sino cohesión social».
La descomposición moral de la sociedad -acelerada a partir de la justificación del latrocinio con argumentos ideológicos que justifican la lucha de clases y la confrontación- está incrementando la violencia y también la delincuencia.
Continuamente nacen grupos delictivos locales que pretenden aprovechar el vacío de autoridad y poder que proyecta públicamente este gobierno.
Además, ante la oportunidad que brinda la confusión moral que campea por el país, vemos que grupos de la delincuencia organizada realizan sus propias campañas de vinculación social con las comunidades cercanas y realizan actos de filantropía -como entrega de despensas, juguetes o medicinas, por citar algunas-, que luego son difundidas en redes sociales para proyectar públicamente una imagen de solidaridad social, estilo Robin Hood.
De este modo estos grupos se convierten en el brazo reivindicador del pueblo frente a las oligarquías, no obstante que los afectados por sus acciones sean siempre el sector más vulnerable de la población.
Ni la violencia ni la delincuencia nacieron con este gobierno. Sin embargo, la descomposición moral de la sociedad -que estimula que comunidades enteras protejan a los cárteles-, así como esta nueva cultura de reivindicación social que impulsa las actividades delincuenciales y la violencia, sí nacen de la confusión moral derivada de la cotidiana promoción de la confrontación, así como de la victimización de un importante sector de la sociedad.
Este fenómeno social nace a partir de la actitud provocadora de este gobierno, que promueve la postura ideológica denominada «lucha de clases», que considera que robar no es un delito, sino reivindicación social. Sun