Alberto Capella
La crónica de una guerra criminal anunciada desde hace semanas se está convirtiendo en una sangrienta realidad. El pasado 30 de agosto, el gobernador de Sinaloa, Rubén Rocha Moya, declaró que «Sinaloa está tranquilo, no tiene más consecuencias». Sin embargo, estas palabras huecas están tan alejadas de la realidad como su dicho de no tener relación con los famosos grupos criminales de su entidad.
Toda esta semana Culiacán ha sido el escenario de jornadas violentas sin freno, con una demostración de poderío y de nulo temor y respeto a las autoridades estatales y federales. Todo inició con un enfrentamiento entre civiles armados y militares en el poblado de Paredones, al norte de la ciudad, con los típicos bloqueos y vehículos incendiados, sumiendo a la población en el temor y la incertidumbre.
De acuerdo con la Secretaría de Seguridad Pública del Estado, los hechos se desataron cuando un convoy militar persiguió a un grupo de civiles armados en la salida norte de Culiacán. Evidentemente estos actos criminales están relacionados con la captura de Ismael «El Mayo» Zambada, cuyo arresto ha dejado un vacío de poder en los terrenos delincuenciales que los grupos criminales intentan ocupar a toda costa.
La violencia que hoy se vive es consecuencia directa de este vacío, y lo que observamos es una sangrienta «limpia» entre facciones del cártel, en particular entre los hombres leales a «Los Chapitos» y aquellos que todavía siguen a Zambada. No han pasado ni 15 días desde la declaración de Rocha Moya y ya la realidad ha demostrado el absurdo de su diagnóstico. Desde el pasado lunes, Culiacán vive bajo el yugo de una guerra interna, con la ciudad prácticamente paralizada ante los enfrentamientos entre las dos facciones. La escena de violencia que se despliega en la capital sinaloense es devastadora.
Las imágenes que circulan en los medios de comunicación nos muestran un panorama desolador. En una fotografía publicada por EL UNIVERSAL, se puede ver a una madre cubriendo los ojos de su hijo para que no vea el cuerpo sin vida de un hombre, acribillado a balazos en el estacionamiento de un supermercado en el sur de Culiacán. La calma en el rostro de la mujer es perturbadora; denota una resignación, una costumbre que revela cómo la violencia ha permeado la vida diaria de las comunidades.
En este contexto, las palabras de Rocha Moya no sólo suenan vacías, sino peligrosamente desconectadas de la realidad. El Gobernador, consciente de la magnitud del problema, ha tenido que admitir en los últimos días que las tensiones entre las facciones del cártel han ido en aumento y que es probable que los enfrentamientos continúen.
Sin embargo, ya es molesto, por trillado, criticar las estrategias de seguridad del país. Años de fallidos operativos, de despliegues militares temporales, de promesas rotas consecuencia de una verdadera voluntad política, han generado un ambiente de desesperanza. Cuando un Gobernador emite declaraciones como la de Rocha Moya, se evidencian dos cosas, una desconexión peligrosa entre los gobernantes y la realidad que enfrentan sus ciudadanos y la histórica complicidad entre la clase gobernante de ese Estado y el crimen, donde es difícil por no decir imposible controlar a los bandidos que han sido poderosos aliados en la tarea de gobernar.
El llamado «Culiacanazo» sinfín, es la consecuencia del fracaso del perverso camino de la negociación gobierno-crimen.
Es el purgatorio de esa «paxnarca» tan aclamada en lo oscuro por muchos gobernantes. La relación tan cínica del crimen organizado y el gobierno Sinaloense es una muestra de lo que puede pasar en muchas regiones de México en donde el miedo, la complicidad o la tolerancia al crimen organizado provoca que el verdadero poder radique en los poderosos violentadores de la ley y no en los responsables de hacerla cumplir. Sun