Agustín Basave
La Cuarta Transformación, según el presidente López Obrador, es un nuevo régimen cuyas prioridades son el combate a la corrupción y a la desigualdad. Yo creo que no se trata en rigor de un cambio de régimen -no hay un arreglo constitucional para transitar del presidencialismo al parlamentarismo o, por ahora, del federalismo al centralismo- sino de un cambio en el estilo personal de gobernar. Voluntarista y autocrático, proclive a supeditar las políticas públicas a la resolución casuística de problemas, AMLO no alude en la vertiente ética de la 4T al Sistema Nacional Anticorrupción, al que ve como un elefante blanco, ni a su deber de llevar a la justicia a su predecesor por el saqueo a México, lo cual evade; sólo habla de su voluntad de no solapar corruptelas en su mandato. Y en la faceta igualadora incorpora una serie de programas sociales, esos sí consagrados ya en la Constitución.
En acciones de Gobierno, la 4T es también su política energética y sus ambiciosos proyectos de obra pública. En el primer caso están los esfuerzos por capitalizar a Pemex, incrementar su capacidad de refinación y volverla a hacer palanca de desarrollo, así como el fortalecimiento de la CFE. El segundo incluye la refinería de Dos Bocas -parte de la agenda petrolera-, el tren maya, el aeropuerto de Santa Lucía y el corredor transístmico. Pues bien: a juicio mío, estamos ante el prematuro ocaso de la 4T. No me refiero a los subsidios para los pobres ni al combate a la corrupción, sino a la centralidad de Pemex y a las obras de infraestructura, que serán incosteables dada la inminente recesión o depresión económica.
Me explico con una metáfora. El sendero hacia la tierra prometida que AMLO concibió fue destruido por el movimiento telúrico de la pandemia y del desplome del precio del petróleo. Transitar por ahí se ha tornado prácticamente imposible. Hacerlo presupondría remover rocas y maleza, rellenar grietas y socavones o construir puentes para cruzarlos sin ser devorados por ellos. Es evidente que la única opción segura y costeable es trazar otro camino -una suerte de 5T, si quieren- que nos conduzca a un México mejor. El problema es que, sin reparar en costos y calamidades, AMLO se aferra a su trayecto. Una vez más: si sus planes no se adaptan a la realidad, peor para la realidad.
Mantener la apuesta por los hidrocarburos es un mal negocio por las restricciones presupuestales y las condiciones del mercado. En su momento yo sostuve que la reforma energética mexicana debió haber seguido el modelo noruego -el de Statoil- y me opuse públicamente a lo que se legisló, pero eso es agua bajo el puente. La verdad es que la cleptocracia se encargó de dejar a Pemex en ruinas, y la cuestión es si conviene levantar la empresa a cualquier precio. Por ejemplo, AMLO recurrió a la insensatez de pedirle a Donald Trump -el único “conservador” al que le perdona y le concede todo- el favor de asumir parte del recorte que nos asignó la OPEP+, lo que será de facto una hipoteca política para México, pues Mr. Trump no da nada gratis y probablemente acabaremos pagándole con otro trabajo sucio como el de contener la migración. ¿Se vale defender el nacionalismo petrolero a expensas de la soberanía nacional? Y en todo caso, ¿de dónde saldrá el dinero para cubrir simultáneamente la capitalización de Pemex y la construcción del tren, del aeropuerto y del corredor, junto con los enormes gastos obligados por las crisis sanitaria y económica?
Financiar las consecuencias del Coronavirus será carísimo. Vislumbro dos escenarios, el malo y el catastrófico. En uno la situación sería grave pero nuestras clínicas y hospitales resistirían y la caída de la economía no rebasaría el -4%; en el otro nuestro sistema de salud se vería rebasado y viviríamos una tragedia similar a las de Italia o Ecuador, mientras que el golpe económico sería brutal, de -7% o peor. Si se diera el primero de ellos y no se detuviera la construcción de alguno de los megaproyectos sería imposible evitar quiebras y eso secaría la recaudación. Y no se diga en el segundo, que ruego a Dios no se dé porque con la mezcla de indolencia y revanchismo que campea en la Presidencia nos devastaría: el hundimiento de la economía podría entreverar la ira social con la violencia criminal y acercarnos a la ingobernabilidad. Dimensionemos el desafío, veamos lo que pasa en el mundo. Es la peor hecatombe internacional desde la Segunda Guerra. Ningún gobernante puede actuar como si la pandemia no existiera y el nuestro, increíblemente, se empeña en hacerlo.
AMLO no enmienda el rumbo porque no posee ni procura los atributos para hacerlo: aptitud de reconciliación, visión global, aprecio por la técnica y, sobre todo, autocrítica. Le importa más conservar su intransigencia -digna en el opositor, ignominiosa en el presidente- que los miles de empleos de las pequeñas empresas que quebrarán, a los que sacrificará en aras de los hipotéticos puestos de trabajo que generarían sus proyectos y que se le deberían a él. Apro