Solange Márquez
El 7 de octubre quedará marcado en la historia con un tinte de tristeza. El sábado, Hamas, el grupo islámico que controla la Franja de Gaza después de haber ganado las elecciones internas en el 2006, atacó a Israel desde todos los frentes. Un ataque, por supuesto inesperado que ha provocado la muerte de más de 1300 israelíes, 3,000 heridos y alrededor de 150 personas tomadas como rehenes. Los milicianos de Hamas fueron matando gente a su paso sin importar si eran soldados o civiles, hombres, mujeres o niños. Israel fue tomada por sorpresa.
Seis días después, la devastación es palpable: cuerpos calcinados, decapitados e irreconocibles yacen en el suelo. Atrocidades contra inocentes, grabadas en video para después ser publicadas en internet y en algunos casos transmitidas en vivo usando las mismas redes sociales de las víctimas.
Estos actos han sido históricamente una táctica del terrorismo. La humillación y degradación tienen un doble propósito. Primero, porque hacerlo antes de matar deshumaniza a la víctima y le da al perpetrador una justificación distorsionada para sus actos, permitiéndole actuar sin remordimientos. También sirve para enviar un mensaje contundente a la sociedad, insinuando que algunas vidas son menos valiosas o incluso prescindibles.
Segundo, el terrorista degrada, deshumaniza y humilla como una forma de provocación y así generar una sobrerreacción del adversario. El terrorismo se sirve de equiparar al otro consigo mismo. Quitarle la estatura moral y ética y equilibrar, e incluso inclinar la balanza a su favor.
Tras los eventos del fin de semana pasado, la respuesta global fue mayoritariamente de apoyo a Israel y condena a Hamas. La solidaridad con las víctimas, incluyendo niños, mujeres y ancianos, fue evidente. Sin embargo, conforme avanzan los días y se intensifica el asedio de Israel sobre Gaza, la percepción de quién es la víctima comienza a desdibujarse. Hamas parece estar logrando su objetivo: provocar una respuesta desmedida, implacable de Israel.
Tanto Hamas como Netanyahu comparten la responsabilidad de las vidas en peligro. Ambos han cometido, y siguen cometiendo, crímenes de guerra. En este conflicto, los más afectados son los civiles, tanto palestinos como israelíes. Es una situación donde nadie gana. Y este es el peor entorno para la paz. Fundamentalistas y extremistas de ambos lados hoy se dan vuelo acusando al de enfrente de haber cometido crímenes más atroces que el otro.
En el mundo, la reverberación de lo ocurrido apenas empezará a sentirse. Desde Egipto, que ve con preocupación la posible llegada masiva de refugiados a su frontera, Líbano, Irán, Marruecos, Arabia Saudí y hasta el propio Estados Unidos que hoy cuenta en 22 el número de sus ciudadanos secuestrados por Hamas, cuyo rescate es ya un imperativo ineludible.
Para Israel, el respeto a los derechos humanos debe ser una cuestión moral, pero también estratégica: recuperar la estatura moral. Las imágenes devastadoras de palestinos bajo los escombros, una ciudad a oscuras, solamente iluminada por los misiles de ambos lados, hospitales al límite y niños heridos son contraproducentes en la narrativa global.
Frente a la sombría realidad del terrorismo y sus consecuencias, la respuesta más poderosa y duradera es la democracia y el respeto inquebrantable a los derechos humanos. La democracia, con su énfasis en la libertad, la igualdad y la justicia, ofrece un antídoto contra la ideología y las tácticas del terror. Los derechos humanos, sin importar su origen, deben ser defendidos y promovidos sin excepción. Cuando domina el odio, solo la razón puede salvarnos. Sun